La noche transcurría de forma anodina,
habían quedado en la terraza del bar de siempre, como acostumbraban a hacer
desde sus años de juventud. Uno de sus amigos no levantaba cabeza, y con la
copa de vino en sus manos no hacia otra cosa que observar el suelo de
adoquines, en el que se veían los reflejos de la luna bailando. El otro era el
que desde hacía años había estado alimentando un agrio humor, que en esos
últimos días llegaba a ser exasperante.
Mi mujer es estupenda. Dijo con
aire de superioridad, pues conocía muy bien el estado en el que se encontraban
los matrimonios de sus dos amigos, el uno era casi un alcohólico, maltrataba y
humillaba a su mujer tanto en privado como en público, un día si y el otro
también. El otro, el del humor agrio, aunque en público agasajaba a su mujer y
a su hija, se sabía de sobras, que en la intimidad del hogar machacaba a ambas,
y se rumoreaba que había llegado a abusar de la niña.
Él nunca hubiera llegado a
ninguno de los dos casos, primero no probaba nunca el alcohol, y segundo el
abusar de una menor y además familiar hubiera sido una aberración, además él
nunca había tratado a su mujer de forma grosera ni la había maltratado, ni en público
ni en privado. Pues como decía su agriado amigo, quien no le había dado algún
sopapo a su mujer en alguna ocasión. Eso no es maltrato, es como quien le da un
cachete a un niño rebelde, solo en alguna ocasión y con buen criterio había
puesto la mano encima de su mujer.
Recordaba esos casos aislados,
como aquella vez que se compró una minifalda, y pretendía salir con ella puesta
a la calle, una pequeña bofetada y unas tijeras bastaron, y no hubo más
problemas. También aquella vez en la que quiso apuntarse a un gimnasio y ya
había comprado unas mallas tremendamente sexis, que a él le hubiera gustado
conservar y que ella las luciera en la intimidad, pero él sabía ser severo
cuando la ocasión lo recomendaba y un buen revés y las tijeras de nuevo
acabaron con semejante idiotez.
Después de los casi quince años
de casados se habían sucedido esas pequeña desavenencias que él había sabido
cortar sin más problemas. Pero esa noche, sentado en la terraza del bar con su
zumo de piña en la mano, mientras elogiaba la cena que sabía iba a tener
preparada a su llegada, recordaba la última, para él, pequeña desavenencia doméstica.
Había sido la noche anterior,
cuando ella sugirió, el irse a celebrar el cumpleaños de una de sus estúpidas
amigas, a un bar de copas, y además de noche.
Reconocía haberse pasado un
poco, y que le golpeo con un poco más de fuerza de lo habitual, pero tan
descabellada idea merecía una respuesta más contundente. Ese ojo morado e
hinchado, sería suficiente recordatorio durante bastante tiempo.
Su amigo, hoy silencioso y con
cara de muerto, se levantó sin decir nada, y dejando la copa de vino sin tocar
con un billete debajo, se marchó igual de silencioso.
Este sí que tiene un buen
problema con la bruja esa. Comentó el otro en voz baja.
Si, su mujer lo odia a muerte. ¿Sabías que él le pega?
Dijo él, interrumpiendo un momento las alabanzas a su propia esposa.
Bah, no será para
tanto, además quien no le ha dado algún sopapo a su mujer. Dijo el agriado. Era una de sus frase favoritas en los últimos tiempos.
Bajo su cabeza y apuro su zumo
de piña. se recostó en la silla con el
pensamiento en su mujer. Ella es diferente, es amable y dulce conmigo, siempre
me espera a comer o cenar, ella siempre está allí, es su deber y ella lo
entiende.
Bueno, esto se muere. Mejor me
voy a casa, empiezo a tener hambre. Adiós.
Adiós. Le contestó y extrañado
observó la rara mueca de satisfacción que mostraba en su rostro.
Se levantó sin prisa, estaba a
gusto, allí sentado. Paseó despacio por las calles en semioscuridad,
deleitándose con la suave brisa veraniega que le tocaba el rostro. También se
deleitaba pensando en la dulce velada que le esperaba, una buena cena, la agradable
compañía de su esposa, y si no estaba demasiado cansado un poco de sexo para
acabar. Después de cada pequeña discusión hogareña, sabía que su esposa se
esmeraba con todos los detalles que a él le gustaban, y si su instinto no le
engañaba, esta noche iba a ser para recordar.
Subió las escaleras con premura,
y conforme se acercaba al tercer piso, su olfato jugueteaba con los posibles
aromas que encontraría al abrir la puerta de su domicilio.
Abrió la puerta y lo primero que
le sorprendió fue la ausencia de luz, ninguna lámpara encendida, ni siquiera la
blanca de la cocina. Antes de llegar a llamar a su mujer, un silencio le golpeo
con fuerza. Fue encendiendo todas las luces de la casa conforme pasaba de una
habitación a otra. Nada, el silencio seguía invadiendo la vivienda. De repente
una certidumbre, más dolorosa que cualquier otra sensación que hubiera sentido
nunca, le invadió, dejándolo paralizado en medio de su dormitorio y un
creciente pánico se fue apoderando de su mente.
El armario abierto de par en
par, solo ropa masculina pendía de los colgadores, los cajones unos a medio
abrir y otros casi descolgándose de sus guías, parecían haber sido saqueados.
Como un sonámbulo fue hasta la
sala de estar y allí se dejó caer pesadamente en uno de los sofás.
Maquinalmente, cogió el mando de la televisión y la puso en funcionamiento.
La musiquilla de un anuncio
volaba por la sala y a él le parecía que el silencio era tal, que esa mísera
melodía se perdía en el camino entre la televisión y el sofá.
Así estuvo durante horas, mirando el televisor sin ver, dejando que el
sonido del aparato llenara la habitación pero sin lograr apartar el profundo
silencio que desde las otras habitaciones pugnaba con apoderarse de todos los
rincones de la casa.
Cuando consiguió mirar con
atención el televisor, se percató de la existencia de algo apoyado sobre ese
jarroncito, que él le compro a ella por su ultimo cumpleaños. Era una hoja de
papel, con algo escrito. Se levantó casi de un salto y atrapo la cuartilla con
desesperación. Ávidamente leyó, aquella letra limpia y elegante, era de su
esposa.
Solo una frase, cruel y
aterradora para él. Me voy, no soy tu esclava. No me busques.
Años más tarde un hombre
cabizbajo paseaba solo. Al pasar por aquella terraza donde solía reunirse con
sus amigos, vio una pareja que se daban cariñosamente la mano y se miraban con
ternura a los ojos mientras hablaban entre susurros. Creía reconocer en aquel
hombre a ese amigo suyo tan silencioso, pero no podía ser él, este tenía cara
de felicidad, algo que no recordaba en su amigo, pero aun así parecía él.
Se alejó del bar, pensando en
esa pareja, y en las respuestas que llevaba años buscando, e intentando
comprender que había hecho mal. Siguió andando con sus confusos pensamientos
hasta que sin saber porque, se quedó parado frente a una tapia llena de
pintadas.
En una de ellas con letras
pequeñas y casi borradas por el agua rezaba lo siguiente: el amor no se impone,
se gana con amor.
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